Es quizás hoy, en el momento menos indicado, que entiendo
por qué escribo.
Escribo en un intento que bordea lo desesperado por entender
lo imposible. De poner en modo tangible todo eso que mi mente trata de
procesar. Cada minuto, cada día. Palabras todas juntas, sueltas, fábrica de
pensar.
Escribo a modo de escape de mí misma. Porque tenerme cerca
todos los días me parece hasta mucho para mí.
Mi impulso de escribir se relaciona a una ausencia de poder
a la hora de desear poseer algo.
Pocas cosas no logro controlar en mi vida. Una falta, un
recuerdo, presencias inexistentes. De eso escribo.
Desconozco el mundo, cada día más. Pensaba que crecer era
comprenderlo pero finalmente entiendo que funciono a contramano. Y, para hacer trabajar
mi cabeza, para lograr que me levante cada mañana, debo leer.
Lo que siento a diario suele ser tan intenso, tan
incontrolable, que leer se volvió una necesidad casi obligatoria.
No entiendo la lectura como un vicio del que no puedo salir.
Porque levanto la mirada de las letras y el mundo exterior sigue estando ahí.
Rodando. Chocando. Pero lo entiendo mejor.
Pero sí insisto en que esa misma mirada que se levantó no
fue la misma que estuvo leyendo unos segundos atrás. Fueron minutos que todo se
apagó, y mi mente sanó.
Y por eso escribo. Ojalá algún día te pueda generar eso.
Ojalá algún día mis palabras te ayuden a escaparte de vos mismo. Ojalá ahora
mismo.