domingo, 14 de diciembre de 2014

Un 25 pero de amor, por favor.



Ya lo previno Palmer alrededor del 85 en uno de sus temas: “Mejor lo aceptas, sos adicto al amor”. Y lo repite una y otra vez, para que todos lo entendamos. 
Sentirse acompañado es una droga de la que pocos pueden zafar. Algunos se atreven a decirle que no después de un par de malos viajes, después que les pegó feo. Pero algunos, algunos varios, perseverantes e inocentes, quieren cada vez más. Dicen que de probar el amor no se vuelve. Lo eligen una y otra vez sin distinguir calidad, siendo lo mismo su pureza o si es una mezcla de pasto chileno, vidrio de tubo fluorescente y meo de perro chihuahua.
Por suerte para todos los adictos, nos encontramos contemporáneos a un mundo de tecnología donde internet nos permite encontrar alguien que brinde una dosis en un abrir y cerrar de ojos. Y sin discriminar. La actualidad nos permiten filtrar parejas ideales: te guste el color amarillo, seas de boca, si te gustan solo los de escorpio, quieras sexo de a cinco, látigos, tengas el TOC de lavarte las manos cada cinco segundos, solo te gusten los hombres con bigote o te encantan los veganos, las redes sociales nos hacen un recoveco hasta en los placares más oscuros. Todos, absolutamente todos, quieren un poco la droga más poderosa del mundo.
Empecé a pensar y entre sueños se me ocurrió que quizás el amor sí tiene medidas. Dicen que el real no, dicen que es imparable. Me fui a dormir hace dos noches y anoté en la libretita que habita en mi mesita de luz “el amor no tiene medidas”. Y abajo un signo de interrogación. Grande, y lo subrayé. En mi asociación libre noctámbula puse en gran duda y quise resaltar mi desacuerdo. Me levanté y no recordaba haberlo escrito; pero sí la sensación.
Le agarro el lado filosófico cuántico y les digo que el mundo no para, no para un segundo. Son las personas que nos rodean las que le ponen freno a los segundos. Sí, como Cortázar, creo que el tiempo se mide en personas. La adicción a querer escapar constantemente de nuestra realidad, de lo que nos genera otro ser humano, es lo que nos mantiene vivos.
De amor entiendo poco. Ni creo querer entender. Entiendo del amor sin medidas a mis amigos, del amor adolescente, entiendo del amor efímero. Entiendo del amor a la familia. A los perros, y a las películas. Pero sí entiendo sobre cómo el amor imparable, adictivo, puede llevar a la locura. Lo leí una vez en un libro: “Es la peor droga porque se encuentra en otra persona, y tiene patitas y piensa por cuenta propia”.
De amor entiendo poco. Ni quiero querer entender todavía. Entiendo sobre el amor que me rodea ahora, entiendo sobre mi falta de adicción. Como probar la metanfetamina, es algo que da miedo y cuesta no poder parar. Te llevará de la completa felicidad, al dolor más imparable.
Lo aseguro, y se los canto, el amor es una adicción: el secreto está en encontrar un vicio en el amor propio y, quizás ahí, un dealer tan puro que el riesgo de pagar ese precio alto, e inyectarte esa dosis ya no requiera tu dolor.

domingo, 30 de noviembre de 2014

último llamado



Irse a vivir sola te hace creer que te vas a comer el mundo en cucharita. Al menos a mí, que con 19 años recién cumplidos le dije a mamá y papá: “Me rajo pa Capital”. Y así, dejé atrás la carrera de turismo, la gente bahiense, la comida de mami, la contención de la abuela. Y de un día para otro irrumpí en el departamento donde mi hermana vivía sola hace seis años, le dije “Llegué, haceme lugarcito” y se la tuvo que bancar. Lo mismo le dije a la ciudad.
Lo que nadie te avisa es que, si estas acostumbrada a vivir en una ciudad diez veces más chica, jamás te tomaste un colectivo en tu vida y cuando salís a bailar conoces a todos, Capital no te da la bienvenida que tanto imaginaste en tu cabeza noctámbula desde el momento en que decidiste convertirla en tu hogar.
Si, Bahía Blanca es una ciudad grande. Sí, queda en la provincia de Buenos Aires. No, no hay caballos y usamos carreta para transportarnos. Y sí gente, hay taxis. Pero también les tengo que reconocer que me sentí de otro planeta. Me encontré entrando a panaderías y pidiendo un sanguichitos sabor “primavera” y, ante la cara de poker de la Sra. Panadera la quinta vez que lo pedí, concluí que ese sanguichito no existía. Me vi diciéndole a mis amigas que llevaba masitas para el mate y, cuando llegué, me miraron desilusionadas porque esperaban altas masas de confitería y yo caí con un paquete de surtido marca Carrefour. Me avergoncé parando al subte con el brazo, me caí en el colectivo arriba de una viejita más de una vez, pregunté cuánto salía el Tarjebus en un kiosco (léase el equivalente SUBE en las Little citys) y me escuché decir la palabra “chuflo” para referirme a la colita para el pelo.
Y es que todo es una transición. Nadie te avisa y nadie te advierte. Nadie te da un manual contándote que acá a la hamburguesa se le dice Paty, por la marca. O que hay días que los auriculares van a ser tu religión porque el ruido de la ciudad te va a sofocar, te va a ahogar. Nadie te cuenta que la gente no pide perdón, ni te dice gracias. Ni se sorprende cuando vos lo haces. Ninguna persona te previene sobre la mujer que está desnuda en el cajero de Pueyrredón y Córdoba, ni mucho menos sobre la posibilidad diaria de quedarse estancado en un subte comprimida trecientas personas. Tampoco sobre la necesidad de tener botas de lluvia y paraguas. Y sobre la línea 29, que pasa siempre o no pasa nunca.
Y es que la lista de pesos diarios y sacrificios, miedos, que requiere alejarte de todo a lo que estás acostumbrada desde que naciste aumenta cada año cuando te mudas a una ciudad que, literalmente, es la furia, pero hay otra mucho más larga y sólida que pude armar. Que me sostuvo estos cinco años acá. Que me hace enamorar de los edificios, de la ausencia de espacios verdes, de los tiempos compulsivos. Me puedo sentar a leer sola en un bar, puedo cantar por la calle en voz alta y nadie me va a mirar. Puedo encontrar cualquier libro de cualquier edición con tan solo llegar a la Av. Corrientes. Puedo sentarme en una plaza para olvidar. Puedo darme cuenta que mi pelo ya no tiene frizz, que tanto él como yo nos acostumbramos al clima con que nos recibió. Puedo estar muy feliz cuando corre viento. Puedo empezar a apreciar las buenas comidas. Puedo dejar el egoísmo atrás porque la ciudad me gana en forra por goleada. Puedo conocer gente nueva absolutamente todos los días. Pude crecer, pude creer, pude tratar y lo pude lograr.
Me atrevo a hacer lo impensable, le cambio las palabras a Cerati y les aseguro: encontrar mi hogar en este caos porteño es VIRTUD.

viernes, 21 de noviembre de 2014

que no haya nada



Un sinsentido interminable. Intentar mantenerme de pie resulta un acto imposible. Las cosas dan vueltas y el corazón salta, palpito adrenalina.

Si hacia frio, no lo sentí. Si hacía calor, tampoco.

Era como estar en un trance de muerte, porque si miraba a mis costados no había nada. Solo imágenes, recuerdos. Sin puerta de salida ni ventanas con luz. Nunca quise escapar tanto de mí misma.

Las palabras salían de tu boca, intentaba detenerlas pero no podía. Y pensaba alternativas para detener este vomito verbal y era luchar contra todos mis miedos, recorrer todas mis dudas. Escuchar en voz alta todo aquello que nunca pedí enterarme era volverlo real.

¿Y para qué intentar cerrar los ojos? Si mi mundo se volvía una calesita. Otra vez esos recuerdos que intentaba bloquear todo el tiempo. Querías ser libre, y yo no. Te ví volar.

Y surgió la nostalgia, como si estuvieran desesperada por salir de una jaula, enterrada por años. Reprimida. El aroma que me dejaste en un cajón, el tacto, vos, vos y yo: nuestro tiempo. Que resultó ser solo tuyo.

Y deseé con todas mis fuerzas ir al pasado.

Ir al reencuentro. Conmigo misma. Con lo que era antes de ser nosotros.

Y esta vez, finalmente, pude volver a encontrarme. Otra vez, me ví.

domingo, 8 de junio de 2014

sun.days



Hay domingos que se me caen, me rebotan y ya no quieren volver.
Hay domingos para extrañar, para recordar(te).
Hay domingos para contarme de tu sonrisa, hay domingos que te quiero encontrar.
Hay domingos que tiran golpes, y me quieren arrinconar.
Hay domingos que no aman, que no quieren querer.
Hay domingos de arrepentimientos, de no saber esperar.
Hay domingos que son espinas dorsales de la semana que se aproxima, que me palpitan.
Hay domingos que no te quiero contar, hay domingos que prefiero no encontrar.

Hay domingos que duelen un poco más, hay domingos que no me puedo olvidar, hay domingos que no quiero crecer, hay domingos que no llegan ni están. Hay domingos que me veo y no me puedo hallar.

jueves, 8 de mayo de 2014

Tiro los dados y, una vez más, apuesto por mí.



Si te desayuno con mis dedos, no te acuestes a mis pies. Ni me cuentes como tres.
Vení, hoy no pensemos. Durmamos en la calma.
Quiero levantar la mano y gritarme “pará”. Callar a mi cerebro, invitarlo a aclarar.
Y es que si no me puedo encontrar; jamás nos vamos a sincronizar.
(Sabes que tengo el alma abollada y no se quiere acomodar)