Irse a vivir sola te hace creer
que te vas a comer el mundo en cucharita. Al menos a mí, que con 19 años recién
cumplidos le dije a mamá y papá: “Me rajo pa Capital”. Y así, dejé atrás la
carrera de turismo, la gente bahiense, la comida de mami, la contención de la
abuela. Y de un día para otro irrumpí en el departamento donde mi hermana vivía
sola hace seis años, le dije “Llegué, haceme lugarcito” y se la tuvo que
bancar. Lo mismo le dije a la ciudad.
Lo que nadie te avisa es que, si
estas acostumbrada a vivir en una ciudad diez veces más chica, jamás te tomaste
un colectivo en tu vida y cuando salís a bailar conoces a todos, Capital no te
da la bienvenida que tanto imaginaste en tu cabeza noctámbula desde el momento
en que decidiste convertirla en tu hogar.
Si, Bahía Blanca es una ciudad
grande. Sí, queda en la provincia de Buenos Aires. No, no hay caballos y usamos
carreta para transportarnos. Y sí gente, hay taxis. Pero también les tengo que
reconocer que me sentí de otro planeta. Me encontré entrando a panaderías y
pidiendo un sanguichitos sabor “primavera” y, ante la cara de poker de la Sra.
Panadera la quinta vez que lo pedí, concluí que ese sanguichito no existía. Me vi
diciéndole a mis amigas que llevaba masitas para el mate y, cuando llegué, me
miraron desilusionadas porque esperaban altas masas de confitería y yo caí con
un paquete de surtido marca Carrefour. Me avergoncé parando al subte con el
brazo, me caí en el colectivo arriba de una viejita más de una vez, pregunté
cuánto salía el Tarjebus en un kiosco (léase el equivalente SUBE en las Little citys)
y me escuché decir la palabra “chuflo” para referirme a la colita para el pelo.
Y es que todo es una transición.
Nadie te avisa y nadie te advierte. Nadie te da un manual contándote que acá a
la hamburguesa se le dice Paty, por la marca. O que hay días que los
auriculares van a ser tu religión porque el ruido de la ciudad te va a sofocar,
te va a ahogar. Nadie te cuenta que la gente no pide perdón, ni te dice
gracias. Ni se sorprende cuando vos lo haces. Ninguna persona te previene sobre
la mujer que está desnuda en el cajero de Pueyrredón y Córdoba, ni mucho menos
sobre la posibilidad diaria de quedarse estancado en un subte comprimida
trecientas personas. Tampoco sobre la necesidad de tener botas de lluvia y
paraguas. Y sobre la línea 29, que pasa siempre o no pasa nunca.
Y es que la lista de pesos
diarios y sacrificios, miedos, que requiere alejarte de todo a lo que estás
acostumbrada desde que naciste aumenta cada año cuando te mudas a una ciudad
que, literalmente, es la furia, pero hay otra mucho más larga y sólida que pude
armar. Que me sostuvo estos cinco años acá. Que me hace enamorar de los
edificios, de la ausencia de espacios verdes, de los tiempos compulsivos. Me
puedo sentar a leer sola en un bar, puedo cantar por la calle en voz alta y nadie
me va a mirar. Puedo encontrar cualquier libro de cualquier edición con tan
solo llegar a la Av. Corrientes. Puedo sentarme en una plaza para olvidar.
Puedo darme cuenta que mi pelo ya no tiene frizz, que tanto él como yo nos
acostumbramos al clima con que nos recibió. Puedo estar muy feliz cuando corre
viento. Puedo empezar a apreciar las buenas comidas. Puedo dejar el egoísmo
atrás porque la ciudad me gana en forra por goleada. Puedo conocer gente nueva absolutamente
todos los días. Pude crecer, pude creer, pude tratar y lo pude lograr.
Me atrevo a hacer lo impensable, le cambio las palabras a
Cerati y les aseguro: encontrar mi hogar en este caos porteño es VIRTUD.